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lunes, 21 de febrero de 2011

"Winter's Bone": Busca en el río las manos de tu padre






POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


El reverso del sueño americano es la cara de Tony Montana hundiéndose en un sudario de cocaína mientras le desangran la casa (Scarface, Brian de Palma, 1983) y, sólo diez años después, los colegiales homicidas con fondo musical de Para Elisa que disparan a ciegas con armas recibidas por correo, dejando atrás un tendal de cadáveres inocentes  (Elephant, Gus Van Sant, 2003). 

Ese reverso se ve porque literalmente hace ruido, se difunde en los medios de comunicación, queda registrado en los archivos de las hemerotecas y escandaliza a las buenas conciencias que ajustan sus despertadores para no llegar tarde a sus empleos y ajustan su vida a sus empleos para no llegar tarde a la posición que el "cursus honorum" del sueño americano ha prometido.

Cuando Andy Warhol serializó en diversas gamas de colores la fotografía de una misma silla eléctrica publicada en los diarios, anunció que el pop-art no era sólo una instalación de globos plateados y escandalosos eventos en The Factory, como fugas de la cotidianeidad alienante impuesta por las cajas de jabón en polvo Brillo, las botellas de Coca-Cola y las latas de sopa Campbell, sino también un dispositivo de shock que revelaba la brutalidad primaria de los mecanismos punitivos de un orden social partido al medio, que recluta a la mayoría de su clientela presidiaria entre inmigrantes, negros y pobres. Warhol mostró esa brutalidad, la intervino pictóricamente y la puso en escena.


La "América profunda" es, por definición, la que no se ve. Lo profundo es lo que está abajo y fluye como una corriente subterránea, lejos (no sólo en tiempo y espacio, sino también en hábitos sociales) de las grandes ciudades e ignorado por la lente de la cámara. Que Debra Granik haya desplazado la suya para filmar Winter's Bone hacia los paisajes desolados próximos a las montañas de Ozark, en la topografía áspera de Missouri, implica una intención de mostrar ese "otro" país exiliado, ese "hueso" árido e invernal donde el sol asoma sólo para mostrar escombros y estrategias de supervivencia. 


El mundo de Winter's Bone está más cerca de un mundo "pre-capitalista" que de los fulgores de la posmodernidad. Expulsados del mercado, sus personajes viven de lo que producen y, cuando no pueden producir por que no tienen con qué, de la caridad humillante de sus vecinos. Esa caridad, habitualmente predicada como una virtud cristiana superior, es en el film una caridad no sólo humillante sino interesada, que espera recibir a un niño pobre pero hábil (como mano de obra familiar) a cambio de analgésicos y trozos de carne. Estamos en un mundo sin instituciones visibles: no hay maestros, empleados bancarios ni párrocos a la vista.

Tampoco hay, casi, lenguaje. Porque en Winter's Bone el sufrimiento está marcado en el rostro y las palabras serían subrayados inútiles. Winter's Bone es un film físico, en el que el costo de la experiencia vital es tan alto que las palabras sobran.

Ree Dolly no llora ni siquiera cuando le parten la cara a golpes. Es la adolescente supuestamente vencedora frente a la adversidad, que tanto gusta a Hollywood, elegida para el reparto de premios porque representa la noción, clave para la pastoral americana, del esfuerzo personal frente al obstáculo. Ree Dolly podría ser hemana de Jake LaMotta (Toro Salvaje, Martin Scorsese, 1980) o Maggie Fitzgerald (Million Dollar Baby, Clint Eastwood, 2004). La diferencia es que jamás saldrá del anonimato y eso, a Hollywood, también le encanta. 

No sólo es una boxeadora, sino una suerte de soldado en jefe dispuesta a poner el cuerpo por su pequeña tropa de dos hermanitos y una madre loca. Ree Dolly podría morir cubierta por la bandera norteamericana, la misma que flamea deshilachada y raída en la entrada de su casa de madera con cartel simbólico de remate, junto a los trapos recién lavados que cuelgan de una cuerda. En el universo-Hollywood, ambas telas son inescindibles e intercambiables. 


En el universo de Winter's Bone, todos, no sólo los trapos, hacen equilibrio. La perseverante fortaleza de Ree Dolly es tan admirable como triste. Su mirada de niña severa destila, como la música compuesta por Dickon Hinchliffe (fundador de los desesperanzados Tindersticks), una melancolía imperdonable. Porque la injusticia visceral de la parcela del mundo que le ha tocado en suerte, esa silla eléctrica en módicas y fatales cuotas, seguirá existiendo, multiplicada en Ree Dollys invisibles, aunque nuestra Ree Dolly "triunfe" a los ojos de la Academia.

Sitiada por la necesidad de actos de caridad que alivian mientras ultrajan, Ree lleva las riendas de su reino hecho trizas sin que se le mueva un músculo. Como las monarcas labradas a cincel y también jaqueadas por sus estandartes (especialmente, esa Elizabeth I de Inglaterra rescatada en Elizabeth, Shekhar Kapur, 1998, y Elizabeth: La edad de oro, Shekhar Kapur, 2007), Ree contiene su dolor para no caer o ser despedazada. 

Bajo una máxima economía de recursos gestuales, una tormenta agita su interior. Su cerco no son las conspiraciones de la corte, sino la cofradía mafiosa dedicada a la fabricación doméstica de crack en Missouri, que integró su padre desaparecido y mantiene como integrante y rehén a su tío, bajo amenaza de muerte.  

  

Ree deberá internarse en el bosque, la sede por definición del peligro y la trampa, para saber qué ha sucedido con su padre, quien ofreció su casa y sus hectáreas de tierra como fianza ante la justicia. Sabemos que, en cuanto una mujer pisa la espesura del bosque, se han activado los resortes del cuento de hadas. En el bosque, además del riesgo, vive la verdad, o al menos esa sombra fragmentaria de la verdad que nos ha sido concedida. El bosque no la espera en este caso, como a la Bella Durmiente, para conducirla al alivio del sueño; es un bosque gélido, sucio y gris (precisamente fotografiado por Michael McDonough), listo para desafiar entre lápidas sus terrores y atravesarle, como un haz de luz negra, las pupilas. 

Edward Burne Jones, La Bella Durmiente, 1870

Ree tiene un ángel guardián que es, en verdad, un ángel caído. Es su tío Teardrop, un formidable y esporádico John Hawkes puesto en la piel de un perdedor absoluto, despojado de la habitual pátina glamorosa e irresistible de los perdedores: Teardrop es un perfecto nadie, que sólo tiene su vida para poner en juego y la pone, para que de una vez por todas la cofradía hable y confiese el paradero de su hermano. 

Como en cualquier bosque que se precie, las hebras del bosque las tejen las brujas. Será el brazo-guardián, femenino, de la cofradía el que niegue la información a golpes y, finalmente, la entregue (invirtiendo la mecánica habitual del cuento de hadas). No serán hilanderas de rueca y huso sino custodias armadas de una motosierra las que guiarán a Ree (encapuchada) en un  viaje espectral  hasta el río helado donde la mafia rural hundió el cuerpo de su padre. Un muerto marginal sin monedas en los párpados ni laguna Estigia que cruzar hacia la orilla del descanso eterno, con una esposa viva anclada en el pasado de un álbum familiar de idilio. "Búscale las manos", ordenan a Ree en un susurro, "las manos". 


En las manos están las huellas dactilares, el signo evidente de la identidad. Si Ree pone sobre la mesa de la policía las manos de su padre, la policía no exigirá más que ese signo para darlo por muerto y Ree conservará su casa. Para Ree, ese padre muerto no puede sino ser una amputación y un enigma. El muerto se lleva algo que nos pertenece y nos asedia con sus habitaciones a oscuras, en las que jamás lograremos penetrar. El muerto está, permanentemente, en el fuera de campo del secreto, cuyas llaves de acceso se ha llevado consigo.

Es en ese sentido que Winter's Bone dice mucho más de lo que dice y calla lo que, por definición, no puede nombrarse. La herida de la pérdida sólo puede restañarse lentamente y sin garantías. Los padres  no sólo hipotecan casas, sino vidas enteras. Lentamente, Ree lava y cuelga la ropa, tala madera, remienda el vestido de la muñeca de su hermana, cocina las sobras y ayuda a sus hermanos en las tareas escolares. Nadie puede asegurar que esos hermanos, que empuñan un banjo salvado de la catástrofe, no acaben fabricando crack algún día, aunque Ree les haya preservado el techo. Por eso Winter's Bone es lacónica y pausada y su final, abierto.


                                      
La cura, si es que la cura es posible, sólo puede ser táctil, como las huellas persistentes de una mano amputada. El único consuelo que entibia la meteorología impiadosa del film son las escenas donde los cuerpos infantiles se ovillan y entrelazan o se entregan a la temperatura balsámica e incondicional de los animales y la felicidad provisoria y en colores de los juguetes gastados.

En esa sociedad aún basada en el trueque, Ree entrega a un policía una bolsa de plástico, con las manos amputadas de su padre. Y el tío Teardrop regala a los niños a la deriva una pequeña bolsa de arpillera, dentro de la que laten dos pollitos tibios. 

Busca en el río las manos de tu padre y, en la tierra, deja a tus manos recorrer el lomo de lo vivo.