POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET
Cuando nos nombran El lago de los cisnes, preparamos las escopetas; no para apuntar contra los cisnes, frágiles criaturas de otro reino, sino contra la noción (más cristalizada que el lago) de que el ballet clásico ruso empieza y termina allí. Sergei Diaghilev, mientras experimenta con los vanguardistas de principio de siglo temerarias coreografías para Les ballets ruses, nos alcanza los cartuchos.
Imaginamos a la burguesía acomodada de San Petersburgo asistiendo más emplumada que los cisnes al Teatro Mariinsky, el 15 de enero de 1885, para deleitarse con el combate acuático entre el bien y el mal escrito por Tchaikovski y coreografiado por Petipa y reafirmarse en sus valores de pureza al final de la función. Nos cargamos al hombro las escopetas y afinamos el punto de mira.
Ay, Odette. Ay, Odile.
Ay, Odette, tan exquisita, etérea, dulce y bienintencionada, libre de taras y miserias, limpia desde la punta de tu prístina zapatilla de plata hasta las llanuras serenas de tu espíritu. Odette, aséptico y esterilizado jabón en polvo, sábana blanca sin himen desgarrado, heladera portátil plena de lácteos anfitriones de Lactobacillus casei. Ay, Odile, tan temeraria y rebelde, descarriada, hija de tus sentidos y pulsiones, excrecencia indeseable del mundo.
Ya bastante cargaban, una y otra, con un blanco más blanco que la luna y un negro más negro que la noche para que viniera Darren Aronosfsky a desplazar esta plumífera lógica binaria al S. XXI e inoculársela con una jeringa de plástico XL a la torturada prima donna Nina Sayers (The Black Swan, Darren Aronofsky, 2010).
A aquella Mathilda de 12 años, cuando rogaba a León (un impávido Jean Reno con pantalones demasiado cortos, devenido arsenal ambulante) que le diera cobijo desgranando, desde el otro lado de la mirilla y con su flequillito entrañable, su irresistible y obstinado "Pleaaaaase, pleaaaaase" (El perfecto asesino, Luc Besson, 1994), le hubiéramos abierto la puerta, como hizo Leon, sin dudar, para prepararle el café con leche y adoptarla sin averiguaciones previas.
A esta perpetuamente atormentada Nina Sayers, que declara 28 años pero ejercita un coeficiente de alumna de preescolar, pediremos por todos los santos, si sobrevive a su afán enfermizo de perfección, que la echen del edificio en la próxima reunión de consorcio, con todos sus bártulos que pesan como losas, madre incluida. Las dos son Natalie Portman, es decir, una muñeca. La diferencia es que la primera actuaba al natural, sin maquillaje ni corsé, con una cinta al cuello que simulaba ser una correa pero era en verdad bisutería infantil; la segunda es un maniquí de lujo, prisionera de una correa metálica que la oprime de la cabeza a los pies.
Ay, diabólica mamá de Nina, que quiere ser simultáneamente Odette y Odile, pero Odile no le sale. La sempiterna y abnegada madre que declara ante la posteridad su amputación profesional en aras de la crianza de su hija, condenada a transformarse en la estrella que mamá no fue y a recibir puntual y cruelmente indexada la factura de la renuncia materna. Ay, mamita querida, que deliberadamente sopló el hongo contaminante de la atmósfera Barbie sobre la existencia de su pequeña Nina, rodeada de cajitas musicales, muñecos de peluche y cisnes en el baño, adiestrada como un chihuahua. A esta madre-vampiro ya la vimos. Fue, en plan neorrealista, Anna Magnani en Bellissima (Bellissima, Luchino Visconti, 1951) y, en plan patatús terminal, la desatada dueña de una santería doméstica capitaneada por Piper Laurie en Carrie (Carrie, Brian de Palma, 1976). Ahora es Barbara Hershey, en plan bótox.
A Nina-Odette mamá la patrulla (es un MOM gigantesco que monopoliza y desborda la pantalla de su telefóno móvil), la desviste, la revisa y le corta las uñas para que no se autoflagele rasguñándose en sueños. La alimenta sanamente con una dieta forzada para monstruos, que incluye una torta que bien podría ganar el próximo Campeonato Internacional de Kitsch, con mazapan de colores pastel, predominio del rosa pro-arcada y bailarina plástica en la cúspide.
"MOM, Odile no me sale". "Bueno, nena, hacé fuerza que ya te va a salir" (consideremos que Nina pasa horas en el baño). "Es que no me sale". ¿Y qué esperábamos?. Por suerte tenemos a papá Aronofsky que, con guardapolvo y puntero en mano, nos explicará con lujo de detalles y sin riesgo de filtraciones el atascamiento-Odile, en un film tan previsible en su contenido como plano en su forma, de qualité paquidérmica y monolítica.
Nina, una reprimida consumada que se cuelga una bufanda de plumas (blancas) hasta para subirse al metro, pide a gritos que alguien le sacuda la Odile. Ahí está levantando la mano para candidatearse el eterno morbosito de Vincent Cassel, su coreógrafo, una especie de Balanchine dictatorial y un touch lascivo, que Nina ha elevado a la categoría de Dios Padre. Cuando se trata de levantar la temperatura ambiente, Cassel no falla. Lástima que, por indicación de Aronofsky, aquí lo vemos narrando la historia de El Lago de los Cisnes, como si no la conociéramos o no fuésemos capaces de construirla a lo largo del film, y luego predicando, en versión Alessandra Rampolla, las virtudes de la masturbación femenina como camino a la liberación y el predominio de la seducción sobre el control y la técnica, en un alarde de modernidad y misoginia que espanta. A Cassel le faltan, simplemente, el taparrabos y el garrote.
Nina, como fiel acólita, lo obedece al toque, en sentido literal. Pero hete aquí que cuando intenta liberarse en su cama-Disneyland, se le aparece MOM al costado y, cuando reitera el intento en la bañera, irrumpe alucinatoriamente, en un despliegue notable de surrealismo posmoderno, su alter-ago salvaje: la Nina-Odile, a la que seguramente la Nina-Odette gritaría "Mala, mala, mala eres", si no se quedara muda de miedo. Un detalle: ignoramos si papá Aronofsky se inspiró en la experta puchereadora de conejos Alex Forrester (Atracción Fatal, Adrian Lyne, 1987) pero nadie como Glenn Close para hacerse la muertita bajo el agua.
Toda la historia del arte es una historia de influencias conscientes e inconscientes. El problema de El Cisne Negro no es sólo que se deja influir impunemente para hacer de esas influencias un pastiche que vira a involuntaria boutade, sino que impunemente pretende influirnos hasta ahogarnos, construyendo un espacio grandilocuente, pretencioso y claustrofóbico, pulido obsesivamente en nombre de un esteticismo vacuo, donde no puede colarse ningún signo de interrogación.
En El Cisne Negro, el significante equivale continuamente al significado y fueron abolidas todas las capas de sentido. No hay nada más allá de lo que se ve y lo único que puede verse es lo que se muestra, un encefalograma plano (pese a la esquizofrenia de la protagonista) donde se ha encastrado cada pieza hasta crear el puzzle-Aronofksy, para arrebatarnos el nuestro con celo fascista. Hay fascismo en El Cisne Negro, ya despegada de la ilustración de manual de la estricta disciplina del ballet clásico rumbo a la ilustración ídem de una frigidez no de carácter genital, sino humana, patente en el rechazo a la ambigüedad y el terror a la diferencia. Fascismo en el patético y retrógrado grand finale, con su culto a la muerte vía la inmolación sofisticada y heroica de la protagonista.
Puesto a jugar al doble, Aronofsky decide (cumpliendo a rajatabla con la ley del mínimo esfuerzo) que Nina-Odile sea la propia Nina, con el pelo suelto y vestida de negro, luego de hastiarnos con planos de su nuca con pelo recogido y halo de plumas de plata, y uso y abuso de espejos.
Luego, Odile encarna en Lily, una bailarina más parecida a una stripper que a una étoile, con labios de churrasco y un tatuaje de alas negras en su torneada espalda, recién llegada de la sunny California (oh, sí, la tierra de la libertad y el derrape al pasto). No contento con persistir en la obviedad, papá Aronofsky le añade un conservadurismo de mediopelo digno de la pluma de MOM: el mal (o sea, Lily-Odile) es sinónimo de sexo casual, lesbianismo, tragos y música electrónica, un combo que Nina-Odette lleva años esperando experimentar antes de estallar como una piñata vacía y MOM no está dispuesta a permitir hasta que Nina-Odette haga lo que ella no hizo: treparse a un escenario para que le gente llore de emoción.
Ya en la noche "salvaje" en la que Nina se suelta el pelo y se "deja llevar" (tal es el mandato del predicador-coreógrafo), Nina-Odette monta guardia en los alrededores, vestidita de cisne como un espectro de opereta. Cabe añadir que Cassel no sólo oficia de Alessandra Rampolla sino de maestro Osho, mirando fijo a Nina para espetarle revelaciones tales como "lo que único que se interpone en tu camino eres tú misma". Ya encargamos a la imprenta tarjetas con la frase, para repartir.
Los planos oníricos en los que la doble "degenerada" acecha y Odile empieza a asomar en Nina serían para reír, sino fueran para llorar. Ángulos quebrados, lentes deformantes y transformaciones dérmicas que evocan inverosímilmente a Jeff Goldblum mutando a mosca (La mosca, David Cronenberg, 1986) reclaman no sólo un buen pañuelo, para sorberse los mocos ante tanto cristal Swaroski malgastado, sino una caja de Dramamine, para soportar los travellings continuos que papá Aronofsky se obstina en asestarnos. Será porque le contaron que en el ballet clásico las bailarinas giran, los bailarines giran, todos, todos giramos sin parar, como la tierra alrededor del sol. Haciendo mohínes bobalicones o con el rictus tenso como una viga de acero, además.
El paradigma de la metamorfosis es la première de Nina (que finalmente llegó, no sabemos bien a dónde, pero llegó), en la que a una incipiente aparición de mínimas plumas negras en su cuerpo le suceden un par de brazos emplumados color azabache. Ya no sabemos si estamos en el teatro o en el Circo Sarrasani. Pero MOM delira de alegría. Todo, gracias a la buena de Lily, que prodigó a Nina-Odette-me-está-por-salir-Odile no una tortita de mazapan sino un suculento cunnilingus.
Suculento e imperdonable. Un auténtico pecado capital que Nina-Odette, que en realidad es Ministra de Buenas Costumbres y Jefa de Policía de Degeneradas, no podrá permitir. El autocastigo, antes que el placer; el suicidio, que cuidadosamente planificó MOM (aun sin saberlo, aun creyendo que planificaba todo lo contrario), antes que los sutiles y variados goces de la existencia.
Si a papá Aronofsky le gusta rodar películas donde su concepto de "arte elevado" equivale a sufrimiento con cara de "cómo duele", o sea, ese sufrimiento "que da intenso", allá él. Pero que las proyecte en su casa. Van Gogh resplandecía junto a sus girasoles, aunque terminaran costándole la cordura (allí está Sed de Vivir -con su emblemático título original Lust for Life, Vincent Minelli, 1956, como evidencia en contrario, entre tantas otras).
Le pediríamos también que nos explique para qué convocó a Winona Ryder, a la que sólo muestra como una versión darkie de Gloria Desmond en Sunset Boulevard (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), experta en automutilación (práctica subrayada como corresponde por nuestro coreógrafo, ahora en su rol de psicoanalista amateur) y víctima del robo de su "equipo de identidad" por la pesada de Nina, que cree que el carisma se transmite por ósmosis.
No importa: a Winona le perdonamos todo, porque nos dio a Kim Boggs (El joven manos de tijera, Tim Burton, 1990), a Mina Harker (Bram's Stoker Dracula, Francis Ford Coppola, 1992), a May Welland (La edad de la inocencia, Martin Scorsese, 1993) y a Jo March (Mujercitas, Gillian Armstrong, 1994); nos dio el rimmel corrido que luce en este esperpento donde todos portan máscaras; y, lo confesamos, el testimonio reiterado de su temeridad para lanzarse a afanar en las grandes tiendas norteamericanas, con un modus operandi mucho más entretenido que el de la plúmbea Nina Sayers, descartamos. Avisaremos a todas las tiendas de marras que Winona tiene crédito.
Antes de morir (de pleuresía, no de psicosis de alta competencia ni compenetración histérica con el personaje), Anna Pavlova pidió que le pusieran su vestido de Odette e irse escuchando el último compás de una pieza de ballet que había amado y a la que el público se había acercado de la mano de Anna Pavlova, sin que Anna Pavlova se abalanzara sobre ellos.
Ya teníamos ese gesto. Ya teníamos un par de infatigables zapatillas rojas y la risa de Moira Shearer (Las Zapatillas Rojas, Michael Powell-Emeric Pressburger, 1948). No necesitábamos este híbrido pseudo-wagneriano que pretende abarcarlo todo sin rozar, siquiera, la sombra del aleteo de las aves.