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sábado, 26 de febrero de 2011

"El discurso del rey": La guerra privada contra la letra p





POR MARIEL MANRIQUE 


Los ejércitos que Jorge VI debió enfrentar afilaban las armas en el fondo de su garganta. La Segunda Guerra Mundial deparó a esa garganta el golpe más temible de su vida: la invención de la radio y la incorporación a la función básica del rey (ser visto) la de ser oído. Papá dijo: "Antes bastaba con mantenerse erguido en el caballo y que no se arrugara el informe. Ahora hay que comunicarse y penetrar en los hogares de los súbditos". 

Jorge VI jamás quiso ser rey. Sabía que un rey carecía de poder político; que un rey era la nada misma. Su esposa Isabel rechazó dos veces su propuesta de matrimonio atribulada por las obligaciones del asfixiante corsé monárquico y aceptó, finalmente, convencida de que a alguien que tartamudeaba tan bellamente lo dejarían en paz y estaría a salvo. A salvo de la maquinaria inflexible y oprimente del protocolo, gracias al escudo infamante de la tartamudez. El segundo escudo se esfumó rápidamente: David, el hermanito mayor y primero en la línea de sucesión al trono, abdicó por amor a Wallis Simpson, esa extranjera misteriosa y plebeya doblemente divorciada, de la que nunca se supo a ciencia cierta qué escondía entre las piernas. 

Jorge VI tuvo, entonces, que salir a hablar. Salir a hablar es el Vía Crucis del tartamudo y de eso habla, paradójicamente, El discurso del rey (Tom Hooper, 2010), la historia de un hombre torturado por las palabras y forzado a utilizarlas dadas las condiciones de su época. Jorge VI hubiera podido huir; hubiera podido confesar que no estaba preparado; hubiera podido abdicar como David, no por amor a una mujer sino por estado de guerra permanente con el lenguaje. En esta línea, Edipo hubiera podido no enamorarse de Yocasta y, ya enamorado, decidir que era demasiado purgar su culpa, enloquecido, arrancándose los ojos. Pero la realidad no es lo que podría haber sido, sino lo que fue. 


El ensayista Christopher Hitchens puede considerar el film una profanación histórica y enfurecer porque es inverosímil que el gabinete británico ignorara el veneno que incubaba Alemania. Pero su flecha se clava muy lejos del blanco. En una escena clave de la película, las hijitas del futuro Jorge VI preguntan a papá qué está diciendo ese hombre espástico y enardecido que muestra la televisión. Es Adolf Hitler, vivado por las masas. El futuro Jorge VI responde: "No tengo idea. Pero debe estar diciéndolo muy bien". 

La lucha no es aquí entre estados, sino entre un hombre y su aparato fónico. El hombre bien podría ser un cocinero de la corte pero el drama del tartamudo se agiganta en público, con la cantidad de orejas dispuestas a escucharlo y burlarse de que algo tan, tan fácil, le resulte imposible, al extremo de distorsionarle la cara agotada por la tensión muscular. Cuanto mayor sea el auditorio, mayor será el calvario. Cuanto mayor sea la obligación de dirigirse a ese auditorio, mayor será el terror a enfrentarlo. 


Harta de ineficaces métodos mecánicos, Isabel llega al consultorio del "terapeuta del habla" Lionel Logue, un ignoto australiano hijo de un cervecero. Al futuro Jorge VI le han metido tantas piedras en la boca, reales y simbólicas, que necesita escupirlas. La pared descascarada de la sala de terapia de Logue es el tapiz abstracto y lúdico, tan distinto a las paredes rígidas y duras de Buckingham, frente al que dos pares desatarán amorosamente la lengua de Bertie (porque ése, y no otro, es el auténtico Jorge VI, bautizado con tantos nombres - Alberto Federico Arturo Jorge de Windsor - que corre el riesgo de no tener ninguno). 

Tomemos la letra "p": la "p" es una altísima montaña. Una pared. Puedo esforzarme en decir "people" pero me costará menos hacerlo si digo "our people", "the people" o "are you people of this country ready?". Me costará menos si integro la palabra "people" a una partitura, balanceándome y utilizando el cuerpo entero como un instrumento. Si la grito, si me enfurezco en su nombre y si la domestico con música de fondo, al punto de olvidarme de que estoy pronunciándola y disciplinándola, en consecuencia, sin notarlo. 


Esa es la sensibilidad-Logue, que despojará a Jorge VI de todos sus atributos monárquicos para rebautizarlo Bertie y acompañarlo en su odisea contra el pánico como un hombre común acompaña a otro. Sí, el film parece teatro filmado: ¿pero no son eso, acaso, los rituales de la corte y las inmemoriales costumbres de un rol destinado a autómatas? Sólo hacia el final la película comenzará a abrirse y respirar, como los pulmones de Bertie. 

Porque Bertie no será rey cuando así se lo declare en la Abadía de Westminster, calzándole una corona después de haber pronunciado cuatro frases de ocasión, sino cuando finalmente anuncie a los británicos, en su primer discurso radial, que han entrado en guerra. Sólo entonces caminará sin andadores ni bastón y por decisión propia,  los pasillos y corredores palaciegos serán suyos y convocará el primer plano frontal del film sin sentir que se lo ha robado. Porque le habrá perdido el miedo a la "p", entre otras fantasmales consonantes.


Así como se apropió de Westminster para desacralizarla, sentándose en el trono donde se apoyaran "cientos de culos reales", Logue acondicionará el espacio de ese primer discurso, convirtiéndolo en un refugio tibio donde los ojos de un hombre se sostienen en los ojos de otro: Bertie no caerá de la sogas del alfabeto porque Logue estará ahí, frente a frente, para sostenerlo, como un director de orquesta (sin títulos ni credenciales) guía y sostiene a un primer violín. Todo el pueblo británico se reducirá a la cara de Logue; todos los oídos británicos serán los suyos y todo el reino será finalmente Logue, un hombre que consigue, como un mago, extraer el diamante del habla de las gargantas obturadas de los niños.  

El discurso del rey podría haber sido El discurso del conductor de trenes. Pero no lo es. Que el tartamudo no sea un conductor de trenes sino un futuro rey no humaniza a la monarquía, sino que potencia al límite el desafío de la "aparición en público" que es para un tartamudo la máxima condena. 

Porque no se trata, en definitiva, de un film sobre la monarquía y sus protagonistas de manual. Lionel Logue tiene la misma estatura jerárquica que Bertie y es el cómplice sin el que, raramente, los condenados consiguen escapar de sus agujeros negros.