Te daremos imágenes, letras y sonidos.
Desde la habitación donde te hemos soñado.



viernes, 9 de septiembre de 2011

La música de tus genes



IMÁGENES Y TEXTO: VANINA RACINI                                                                                          















viernes, 4 de marzo de 2011

Pirañas 3D: Siliconas y patas de rana






POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


Pirañas 3D (Alexandre Aja, 2010)  es una película extraordinariamente honesta: anuncia desde la primera toma que hará trizas la modernidad épica de Tiburón (Steven Spielberg, 1975) para diluirla en un posmodernismo light donde la hibridación inconexa manda. De movida, un malón de pirañas prehistóricas se merienda en espiral a un envejecido Richard Dreyfuss, jubilado aficionado a la pesca al mando de un botecito lastimoso, reservándose sus globos oculares para el postre. Es el mismo Dreyfuss que en Tiburón encarnó al científico obsesionado por la expansión de sus conocimientos y se batió a duelo con un escualo único y huidizo desde una precaria jaula submarina, ahora convertido en un muerto gore que ganaría el casting para el tren fantasma del parque de diversiones más berreta de la costa este.  


O sea: estamos avisados. Lo que fue en Tiburón el plácido y conservador Amity Beach, un pueblito costero para vacacionar con los críos munidos de palita y balde y depositar al abuelo en una reposera a rayas, ha devenido la versión cinematográfica del culebrón Sin Tetas no hay Paraíso: un Lake Victoria enclavado en Arizona, copado por el estallido hormonal veraniego de un alud de adolescentes descerebrados, que lo único que quieren es clavarla y no coordinan dos párrafos seguidos. 

Atrás quedó la lucha heroica entre la tríada conformada por el sheriff-hombre común, el universitario obstinado y el viejo lobo de mar contra un monstruo enigmático que los obsesiona. Bienvenidos a la estudiantina donde todas las cartas se muestran de entrada y el nudo trágico es el ataque en patota de las pirañas contra la teta siliconada de la playmate


Porque en Pirañas 3D no hay chicas hippies que se aventuren a nadar de noche, sino un recorte soft-porn del género femenino, al que una banda proliferativa y frenética de mini-Terminators le hincarán el diente con fervor a plena luz del día. Las pirañas están en todas partes, porque vivimos en un mundo globalizado. Son como las sucursales de McDonald's, que coparon hasta Beijing. Mientras el tiburón moraba solitario y acechante en la pavorosa profundidad del inconsciente, estas nenas dignas de una publicidad de Colgate se reproducen a lo bestia y retozan en la superficie. 

Oh, Zygmunt Bauman, navegamos en las aguas diarreicas de tus teorías líquidas. Oh, Bill Gates, he aquí el resultado de la revolución digital que pone todo, incluso la punta del dedo gordo del pie, al alcance de la mano de cualquiera, incluso de estas termitas marítimas con vocación de starlettes, que no dudan en frenar para sonreír a cámara y falta que nos inviten a visitar sus Facebooks.


Las pirañas son tantas y están tan cerca que más que pavor dan risa. Las víctimas son tan bobaliconas y fungibles que no provocan cariño sino lástima. Ni la infancia se salva en Pirañas: la hermanita de Jake, el nabo a pedal del protagonista, se obnubila con los implantes mamarios de las vedettongas playeras (ya la vemos en la próxima entrega de la saga pidiendo nuevas tetas como regalo de quince) y quiere ser estrella de rock (ya la vemos crecidita y cubierta de tattoos). Ay. Si Paul Nizan prohibió identificar la adolescencia con la edad más bella de la vida, Pirañas permite confirmar cuántos golpes de hervor piden a gritos tantos veinteañeros. No se trata de que tengan veinte años y estén locos: tienen veinte años y son, lisa y llanamente, tarados al cubo. 


Por eso rogamos a las pirañas, por favor, que pongan quinta, aceleren y no fallen y acaben con este desastre mayúsculo que no ha sido su súbita reaparición desde el pleistoceno (podría haber sido el paleolítico y daba igual, total ahora todo es puro presente) sino el festival de encefalogramas planos que es la juventud tan tan wild de Lake Victoria. Lo de wild corre por cuenta de los susodichos: todo el tiempo anuncian que están re-wild y si esto es el salvajismo contemporáneo, poco cuesta imaginar al bueno de Johnny Weissmüller suicidándose con la asistencia de la mona Chita y una liana. 

Pirañas, con su estética de publicidad cervecera y fotografía saturada y chillona, mezcla impunemente todos los géneros a su alcance (terror, horror, porno-que-sí-pero-no y afines). Oh, Arthur Danto, asistimos al eclecticismo super genial del fin de los relatos y al jajajá de la parodia. Que viva la mescolanza en alegre montón, sin dogmatismos ni moralinas decadentes. Ahora, decimos, nos parece: nadie está obligado a ser un mártir, pero tanta purpurina sin compromiso resulta más aburrida que chupar un clavo y más conserva que una lata de sardinas sellada a presión. 


Al fin y al cabo, la única que se mete un pene en la boca es una piraña. Y después lo escupe y la entendemos, considerando la calaña de macho-alfa del portador (del pene). Sí, es notable: la única escena hardcore de Pirañas la emprende en primer plano una mandíbula prehistórica.

El contraste entre las aspirantes a bailarinas de caño y la alguacil con faldas es patético. Deseamos que la Sra. Alguacil se ponga en bolas y nos tire una muestra gratis de su carne (además, es Elisabeth Shue y a su venerable edad le pasa el trapo a varias Miss Camiseta Mojada), para que se despegue por lo menos un rato de su insoportable prole que la va de superada pero termina cada aventurita pavota al grito de "mami, mami".


Párrafo aparte para la resistencia a la autoridad de los memes de Lake Idiocia: mientras el sempiterno policía negro vocifera megáfono en mano que le rajen al agua, los memes se tiran de panza, estilo bombucha y a las risotadas, como en pleno Mayo Francés. Ponen el cuerpo, sí, y falta que también le pongan el mantel a las pirañas. El final inminente del policía negro pasa como un subtítulo por el color de su cara; es un topos: cada negro que aparece, desaparece al toque - Denzel Washington aparte, porque no es tan negro, y Will Smith aparte, porque se hace el gracioso con los blancos. 

Y otro párrafo aparte para el kitsch posmo del ballet lésbico subacuático, una cima del film y una summa del erotismo de sobremesa: dos señoritas con tremebundos pechos tributarios del Graf Zeppelin y garantes, por ende, del estado de flotación, lookeadas con unas patas de rana de plástico extra-large, que juegan a toquetearse con fondo de música clásica alla Richard Clayderman. Perdón, pero nos quedamos con el nado sincronizado de Esther Williams. 


Pirañas es, en síntesis, formidable. Porque para qué leer (y a veces, intentar descifrar) a los cartógrafos de la posmodernidad ñoña, cuando la historia del "fin del historia" se cuenta en una hora y media a todo ritmo y, además, nos prestan anteojitos 3 D para que nos quede bien clara. 






         

domingo, 27 de febrero de 2011

Pier Paolo Pasolini: Balada de las madres






Me pregunto qué madres han tenido.
Si los vieran ahora en el trabajo, 
en un mundo para ellas desconocido,
presos en un ciclo siempre inacabado
de experiencias tan distintas de las suyas,
¿qué mirada tendrían en sus ojos?
Si estuvieran allí mientras ustedes escriben
vuestro articulito, conformistas y barrocos,
o lo entregan a redactores vendidos
a cualquier compromiso, 

¿entenderían quiénes son ustedes?
Madres viles, que llevan en sus rostros el temor
antiguo, ese que, como una enfermedad,
deforma los rasgos en una blancura
que los esfuma en niebla, los aleja del corazón,
los encierra en el viejo rechazo moral.
Madres viles, pobrecitas, preocupadas
de que sus hijos conozcan la vileza
para pedir un empleo, para ser prácticos,
para no ofender almas privilegiadas,
para defenderse de cualquier piedad.

Madres serviles, acostumbradas desde hace siglos
a agachar sin amor la cabeza,
a transmitir a su feto
el antiguo y vergonzoso secreto
de conformarse con las sobras de la fiesta.

Madres feroces, que les dijeron:
¡Sobrevivan! ¡Piensen en ustedes!
¡No sientan jamás piedad o respeto
por nadie, guarden en el pecho
vuestra integridad de buitres!
¡Ahí tienen, viles, mediocres, siervas,
feroces, a vuestras pobres madres!
Que no tienen vergüenza de saberlos
-en vuestro odio- incluso altivos, 
aun cuando esto no sea sino un valle de lágrimas.
Así es cómo les pertenece este mundo:
hermanados en las pasiones opuestas,
o las patrias enemigas, por el profundo rechazo

a ser distintos, a responder
del dolor salvaje de ser hombres.





Ballata delle madri, fragmentos, incluido en Poesia in forma di rosa (1961-1964) - carezco de los datos de mi edición, mi ejemplar descansa con mi padre.
Traducción: Mariel Manrique. 





sábado, 26 de febrero de 2011

"El discurso del rey": La guerra privada contra la letra p





POR MARIEL MANRIQUE 


Los ejércitos que Jorge VI debió enfrentar afilaban las armas en el fondo de su garganta. La Segunda Guerra Mundial deparó a esa garganta el golpe más temible de su vida: la invención de la radio y la incorporación a la función básica del rey (ser visto) la de ser oído. Papá dijo: "Antes bastaba con mantenerse erguido en el caballo y que no se arrugara el informe. Ahora hay que comunicarse y penetrar en los hogares de los súbditos". 

Jorge VI jamás quiso ser rey. Sabía que un rey carecía de poder político; que un rey era la nada misma. Su esposa Isabel rechazó dos veces su propuesta de matrimonio atribulada por las obligaciones del asfixiante corsé monárquico y aceptó, finalmente, convencida de que a alguien que tartamudeaba tan bellamente lo dejarían en paz y estaría a salvo. A salvo de la maquinaria inflexible y oprimente del protocolo, gracias al escudo infamante de la tartamudez. El segundo escudo se esfumó rápidamente: David, el hermanito mayor y primero en la línea de sucesión al trono, abdicó por amor a Wallis Simpson, esa extranjera misteriosa y plebeya doblemente divorciada, de la que nunca se supo a ciencia cierta qué escondía entre las piernas. 

Jorge VI tuvo, entonces, que salir a hablar. Salir a hablar es el Vía Crucis del tartamudo y de eso habla, paradójicamente, El discurso del rey (Tom Hooper, 2010), la historia de un hombre torturado por las palabras y forzado a utilizarlas dadas las condiciones de su época. Jorge VI hubiera podido huir; hubiera podido confesar que no estaba preparado; hubiera podido abdicar como David, no por amor a una mujer sino por estado de guerra permanente con el lenguaje. En esta línea, Edipo hubiera podido no enamorarse de Yocasta y, ya enamorado, decidir que era demasiado purgar su culpa, enloquecido, arrancándose los ojos. Pero la realidad no es lo que podría haber sido, sino lo que fue. 


El ensayista Christopher Hitchens puede considerar el film una profanación histórica y enfurecer porque es inverosímil que el gabinete británico ignorara el veneno que incubaba Alemania. Pero su flecha se clava muy lejos del blanco. En una escena clave de la película, las hijitas del futuro Jorge VI preguntan a papá qué está diciendo ese hombre espástico y enardecido que muestra la televisión. Es Adolf Hitler, vivado por las masas. El futuro Jorge VI responde: "No tengo idea. Pero debe estar diciéndolo muy bien". 

La lucha no es aquí entre estados, sino entre un hombre y su aparato fónico. El hombre bien podría ser un cocinero de la corte pero el drama del tartamudo se agiganta en público, con la cantidad de orejas dispuestas a escucharlo y burlarse de que algo tan, tan fácil, le resulte imposible, al extremo de distorsionarle la cara agotada por la tensión muscular. Cuanto mayor sea el auditorio, mayor será el calvario. Cuanto mayor sea la obligación de dirigirse a ese auditorio, mayor será el terror a enfrentarlo. 


Harta de ineficaces métodos mecánicos, Isabel llega al consultorio del "terapeuta del habla" Lionel Logue, un ignoto australiano hijo de un cervecero. Al futuro Jorge VI le han metido tantas piedras en la boca, reales y simbólicas, que necesita escupirlas. La pared descascarada de la sala de terapia de Logue es el tapiz abstracto y lúdico, tan distinto a las paredes rígidas y duras de Buckingham, frente al que dos pares desatarán amorosamente la lengua de Bertie (porque ése, y no otro, es el auténtico Jorge VI, bautizado con tantos nombres - Alberto Federico Arturo Jorge de Windsor - que corre el riesgo de no tener ninguno). 

Tomemos la letra "p": la "p" es una altísima montaña. Una pared. Puedo esforzarme en decir "people" pero me costará menos hacerlo si digo "our people", "the people" o "are you people of this country ready?". Me costará menos si integro la palabra "people" a una partitura, balanceándome y utilizando el cuerpo entero como un instrumento. Si la grito, si me enfurezco en su nombre y si la domestico con música de fondo, al punto de olvidarme de que estoy pronunciándola y disciplinándola, en consecuencia, sin notarlo. 


Esa es la sensibilidad-Logue, que despojará a Jorge VI de todos sus atributos monárquicos para rebautizarlo Bertie y acompañarlo en su odisea contra el pánico como un hombre común acompaña a otro. Sí, el film parece teatro filmado: ¿pero no son eso, acaso, los rituales de la corte y las inmemoriales costumbres de un rol destinado a autómatas? Sólo hacia el final la película comenzará a abrirse y respirar, como los pulmones de Bertie. 

Porque Bertie no será rey cuando así se lo declare en la Abadía de Westminster, calzándole una corona después de haber pronunciado cuatro frases de ocasión, sino cuando finalmente anuncie a los británicos, en su primer discurso radial, que han entrado en guerra. Sólo entonces caminará sin andadores ni bastón y por decisión propia,  los pasillos y corredores palaciegos serán suyos y convocará el primer plano frontal del film sin sentir que se lo ha robado. Porque le habrá perdido el miedo a la "p", entre otras fantasmales consonantes.


Así como se apropió de Westminster para desacralizarla, sentándose en el trono donde se apoyaran "cientos de culos reales", Logue acondicionará el espacio de ese primer discurso, convirtiéndolo en un refugio tibio donde los ojos de un hombre se sostienen en los ojos de otro: Bertie no caerá de la sogas del alfabeto porque Logue estará ahí, frente a frente, para sostenerlo, como un director de orquesta (sin títulos ni credenciales) guía y sostiene a un primer violín. Todo el pueblo británico se reducirá a la cara de Logue; todos los oídos británicos serán los suyos y todo el reino será finalmente Logue, un hombre que consigue, como un mago, extraer el diamante del habla de las gargantas obturadas de los niños.  

El discurso del rey podría haber sido El discurso del conductor de trenes. Pero no lo es. Que el tartamudo no sea un conductor de trenes sino un futuro rey no humaniza a la monarquía, sino que potencia al límite el desafío de la "aparición en público" que es para un tartamudo la máxima condena. 

Porque no se trata, en definitiva, de un film sobre la monarquía y sus protagonistas de manual. Lionel Logue tiene la misma estatura jerárquica que Bertie y es el cómplice sin el que, raramente, los condenados consiguen escapar de sus agujeros negros. 




    


"El origen": Formas alternativas de pasar el tiempo




POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


Desconectar este video-juego con pretensiones filosóficas deluxe, varias sub-películas de acción sobrantes y la planitud exasperante de una promoción de delivery pasada debajo de la puerta. Ver Solaris, de Andrei Tarkovski. Leer Las Ruinas Circulares, de Jorge Luis Borges. A veces el pasado fue mejor.