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viernes, 4 de marzo de 2011

Pirañas 3D: Siliconas y patas de rana






POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


Pirañas 3D (Alexandre Aja, 2010)  es una película extraordinariamente honesta: anuncia desde la primera toma que hará trizas la modernidad épica de Tiburón (Steven Spielberg, 1975) para diluirla en un posmodernismo light donde la hibridación inconexa manda. De movida, un malón de pirañas prehistóricas se merienda en espiral a un envejecido Richard Dreyfuss, jubilado aficionado a la pesca al mando de un botecito lastimoso, reservándose sus globos oculares para el postre. Es el mismo Dreyfuss que en Tiburón encarnó al científico obsesionado por la expansión de sus conocimientos y se batió a duelo con un escualo único y huidizo desde una precaria jaula submarina, ahora convertido en un muerto gore que ganaría el casting para el tren fantasma del parque de diversiones más berreta de la costa este.  


O sea: estamos avisados. Lo que fue en Tiburón el plácido y conservador Amity Beach, un pueblito costero para vacacionar con los críos munidos de palita y balde y depositar al abuelo en una reposera a rayas, ha devenido la versión cinematográfica del culebrón Sin Tetas no hay Paraíso: un Lake Victoria enclavado en Arizona, copado por el estallido hormonal veraniego de un alud de adolescentes descerebrados, que lo único que quieren es clavarla y no coordinan dos párrafos seguidos. 

Atrás quedó la lucha heroica entre la tríada conformada por el sheriff-hombre común, el universitario obstinado y el viejo lobo de mar contra un monstruo enigmático que los obsesiona. Bienvenidos a la estudiantina donde todas las cartas se muestran de entrada y el nudo trágico es el ataque en patota de las pirañas contra la teta siliconada de la playmate


Porque en Pirañas 3D no hay chicas hippies que se aventuren a nadar de noche, sino un recorte soft-porn del género femenino, al que una banda proliferativa y frenética de mini-Terminators le hincarán el diente con fervor a plena luz del día. Las pirañas están en todas partes, porque vivimos en un mundo globalizado. Son como las sucursales de McDonald's, que coparon hasta Beijing. Mientras el tiburón moraba solitario y acechante en la pavorosa profundidad del inconsciente, estas nenas dignas de una publicidad de Colgate se reproducen a lo bestia y retozan en la superficie. 

Oh, Zygmunt Bauman, navegamos en las aguas diarreicas de tus teorías líquidas. Oh, Bill Gates, he aquí el resultado de la revolución digital que pone todo, incluso la punta del dedo gordo del pie, al alcance de la mano de cualquiera, incluso de estas termitas marítimas con vocación de starlettes, que no dudan en frenar para sonreír a cámara y falta que nos inviten a visitar sus Facebooks.


Las pirañas son tantas y están tan cerca que más que pavor dan risa. Las víctimas son tan bobaliconas y fungibles que no provocan cariño sino lástima. Ni la infancia se salva en Pirañas: la hermanita de Jake, el nabo a pedal del protagonista, se obnubila con los implantes mamarios de las vedettongas playeras (ya la vemos en la próxima entrega de la saga pidiendo nuevas tetas como regalo de quince) y quiere ser estrella de rock (ya la vemos crecidita y cubierta de tattoos). Ay. Si Paul Nizan prohibió identificar la adolescencia con la edad más bella de la vida, Pirañas permite confirmar cuántos golpes de hervor piden a gritos tantos veinteañeros. No se trata de que tengan veinte años y estén locos: tienen veinte años y son, lisa y llanamente, tarados al cubo. 


Por eso rogamos a las pirañas, por favor, que pongan quinta, aceleren y no fallen y acaben con este desastre mayúsculo que no ha sido su súbita reaparición desde el pleistoceno (podría haber sido el paleolítico y daba igual, total ahora todo es puro presente) sino el festival de encefalogramas planos que es la juventud tan tan wild de Lake Victoria. Lo de wild corre por cuenta de los susodichos: todo el tiempo anuncian que están re-wild y si esto es el salvajismo contemporáneo, poco cuesta imaginar al bueno de Johnny Weissmüller suicidándose con la asistencia de la mona Chita y una liana. 

Pirañas, con su estética de publicidad cervecera y fotografía saturada y chillona, mezcla impunemente todos los géneros a su alcance (terror, horror, porno-que-sí-pero-no y afines). Oh, Arthur Danto, asistimos al eclecticismo super genial del fin de los relatos y al jajajá de la parodia. Que viva la mescolanza en alegre montón, sin dogmatismos ni moralinas decadentes. Ahora, decimos, nos parece: nadie está obligado a ser un mártir, pero tanta purpurina sin compromiso resulta más aburrida que chupar un clavo y más conserva que una lata de sardinas sellada a presión. 


Al fin y al cabo, la única que se mete un pene en la boca es una piraña. Y después lo escupe y la entendemos, considerando la calaña de macho-alfa del portador (del pene). Sí, es notable: la única escena hardcore de Pirañas la emprende en primer plano una mandíbula prehistórica.

El contraste entre las aspirantes a bailarinas de caño y la alguacil con faldas es patético. Deseamos que la Sra. Alguacil se ponga en bolas y nos tire una muestra gratis de su carne (además, es Elisabeth Shue y a su venerable edad le pasa el trapo a varias Miss Camiseta Mojada), para que se despegue por lo menos un rato de su insoportable prole que la va de superada pero termina cada aventurita pavota al grito de "mami, mami".


Párrafo aparte para la resistencia a la autoridad de los memes de Lake Idiocia: mientras el sempiterno policía negro vocifera megáfono en mano que le rajen al agua, los memes se tiran de panza, estilo bombucha y a las risotadas, como en pleno Mayo Francés. Ponen el cuerpo, sí, y falta que también le pongan el mantel a las pirañas. El final inminente del policía negro pasa como un subtítulo por el color de su cara; es un topos: cada negro que aparece, desaparece al toque - Denzel Washington aparte, porque no es tan negro, y Will Smith aparte, porque se hace el gracioso con los blancos. 

Y otro párrafo aparte para el kitsch posmo del ballet lésbico subacuático, una cima del film y una summa del erotismo de sobremesa: dos señoritas con tremebundos pechos tributarios del Graf Zeppelin y garantes, por ende, del estado de flotación, lookeadas con unas patas de rana de plástico extra-large, que juegan a toquetearse con fondo de música clásica alla Richard Clayderman. Perdón, pero nos quedamos con el nado sincronizado de Esther Williams. 


Pirañas es, en síntesis, formidable. Porque para qué leer (y a veces, intentar descifrar) a los cartógrafos de la posmodernidad ñoña, cuando la historia del "fin del historia" se cuenta en una hora y media a todo ritmo y, además, nos prestan anteojitos 3 D para que nos quede bien clara.