El primer paraíso era el del padre.
Había una alianza de los sentidos,
debida a la adoración única de algo erecto,
en aquel mundo
que tenía un solo rasgo, como el desierto
de un color leonino, caliente de sexo extraño,
como una estrella de la que ha quedado sólo la luz
- era la estación del sol.
En aquella luz anaranjada y sin fin,
en el cerco del desierto como regazo poderoso,
en la ignorancia de las erecciones paternas pero en su calor
(casi de toro ingenuo, de hombre esquilado como los jóvenes)
el niño disfrutaba el paraíso: la protección
tenía una sonrisa de recluta, la paciencia de un rey,
y Él estaba lejos, o llegaba quizá con una cara
levemente irónica, como es siempre la de quien protege
al débil, al tiernito - que es casi una mujer.
El odio surgió de improviso y sin razón.
Quizás el niño odió a aquel hombre
por su excesiva inocencia.
El regazo que era como un sol cubierto de nubes,
dulces y potentes, el regazo de aquel hombre lejano,
devino un fondo oscuro de calzones,
tal vez se empobreció, perdió la inocencia equina,
no fue más que humano. Y el niño obedeció.
Llegó el día que cae fuera de las lejanías
anaranjadas del desierto,
se ven las primeras palmeras,
la primera pista que se pierde cambia tras las dunas.
Y el niño perdió el paraíso.
Y el padre lo expulsó, castigándolo,
por su deseo de ser castigado:
él también obedeció a la obediencia del hijo
(¿también él tenía un padre?)
Aquel primer paraíso quedó así en el desierto
de una verde región,
o de una pequeña ciudad de provincias
- en las casas con cortinas blancas de una abuela paterna,
y alturas imposibles, donde se perdió para siempre
el calor de la fecundidad del padre muchacho.
El niño cayó de cabeza sobre la tierra,
perdió el nombre de Lucifer y tomó, en su lugar,
aquél de Caín y aquél de Abel (así fue, al menos,
en las tierras
entre la última blancura del mar
y el primer rosa del desierto africano).
Era el paraíso nuevo y en el medio,
entre prímulas y violetas,
estaba la madre con su pobre abrigo de piel
con olor a primavera precoz.
Como era terrestre, dulcemente terrestre,
su dulzura de niña que no tiene
un horizonte diverso de aquél
que le asignan los padres, o los hermanos, o el marido:
y resignada, pero llena de fantasía,
sueña, más allá de aquel horizonte, tierras solo más felices,
y heroicas,
sin osar desearlas para sí,
sino deseándolas para el hijito a su lado,
también él perlado de la frescura de las prímulas.
Corría un río, en aquel paraíso,
y cada uno puede darle el nombre que quiera,
cada uno tiene el suyo, que siempre es el mismo;
porque la casa donde habitan la madre y el nuevo padre
luego del matrimonio
está siempre en los alrededores de un río.
El río puede correr detrás de una campiña potentemente verde
o bien entre las dunas de las orillas del mar:
o puede ser un párvulo
entre rocas esparcidas al azar bajo el sol.
No importa. En torno a ese río profundo y verde,
o parco de agua entre piedras secas,
crecen solos los frutos y tienen nombre de paraíso,
miel, uvas, cerezas. Y las flores, las inútiles flores,
no son menos importantes: y también sus nombres
son maravillosos, prímulas, en efecto, o girasoles,
o las rosas de zarza, con esos pétalos que se deshacen
entre las espinas, o las campanillas invernales, o las flores del tilo ...
También el sol es una criatura amiga,
dulcificada por la indefensa idea que la madre
transmite al pequeño hijo valiente a su lado;
y como nace a la mañana, muere a la noche,
y deja el lugar a esas estrellas que el niño
apenas debe ver y librar a sus silencios.
¡Pero no todas las madres son inocentes!.
Y aún la más inocente de las madres
-y no se sabe cómo puede haberlo hecho-
es atraída por aquello que para el niño
es aterrador escándalo.
Un ruiseñor cantaba desesperado
aun cuando nadie lo escuchaba
en los márgenes del paraíso.
Y el mismo odio sin razón,
nacido por sí mismo, como una fruta o una flor
del paraíso terrenal, renació.
Nuestra vida es un identificarse ciegamente
con aquellos que algo inmensamente nuestro
nos pone al lado.
Fuimos, así, la madre que peca frente al fruto
del llanto sin perdón, el fruto
desconocido para nosotros, aterrados por su misterio
que resucitaba los días del padre
anteriores a los del paraíso terrenal.
Resplandeció de nuevo el sol del desierto
sobre aquella pequeña nuez humana, meta de pobre garganta.
Pero era horrendo
como, en efecto, el sol de otro tiempo,
de otro mundo: el acostumbrado sol de cada día quedaba
a un costado, aislado como un súbito diciembre,
y el otro ardía; canícula y peste;
para crear un profundo silencio
y la madre, que era su niño,
mordió con maternal inocencia y filial malicia
aquel fruto estival.
Repentinamente el nuevo padre - que en comparación con el antiguo
era como este minúsculo sol de invierno en comparación
con el sol que ardía sobre él, en los Primeros Veranos -
siguió su ejemplo, humilde hombre de la tierra,
fácilmente tentado y fácilmente corrompido.
También con él nos habíamos identificado
porque, en cuanto a nosotros mismos, no podíamos existir:
podíamos existir sólo si éramos el padre, la madre.
Pecamos con sus bocas, con sus manos.
Y el Primer Padre nos expulsó.
Perdimos así el segundo paraíso.
¡Dos son entonces los paraísos que hemos perdido!
Tomados de la mano de la madre
emprendimos los caminos del mundo.
Lucifer se separó de Abel
y siguió su destino
acabando en la más profunda oscuridad.
Abel murió
asesinado por sí mismo bajo la forma de Caín.
En definitiva, no quedó sino un hijo,
un hijo solo.
Esto al menos sucedió en las tierras
donde doce mil años atrás tuvo lugar la primera inseminación
y, transcurrido un milenio de este acontecimiento,
se nombró un rey padre de los hombres multiplicados,
entre la última blancura del mar y el primer
rosa del desierto.
¡Cuánta vajilla de colores!
Debimos ganarnos la vida:
esto nos arranca de nosotros mismos y fue y es el primer infierno
- éste, éste que tú visitas y recuerdas.
Pero bajo el infierno hay otro infierno,
como antes del paraíso había otro paraíso.
Y como no puedes tener más que una sombra de memoria
de aquel paraíso, tampoco puedes tener más que una vaga
sospecha de este segundo infierno: que vives
y no sabes, y arrancado a ti mismo, pobre hijo
con una idea falsa de sí,
con un insignificante recuerdo
de padres envejecidos o muertos,
con una vida cotidiana en la que el trabajo
(excepto en aquellos raros casos en los que es un ornamento del sexo)
es una necesidad de la vida que aniquila la vida.
"Appendice a Teorema: Teoria dei due paradisi", publicado en Comma. Prospettive di cultura II, octubre-noviembre, 1966.
Traducción: Mariel Manrique
Imágenes: Saló o los 120 días de Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975.