Te daremos imágenes, letras y sonidos.
Desde la habitación donde te hemos soñado.



domingo, 27 de febrero de 2011

Pier Paolo Pasolini: Balada de las madres






Me pregunto qué madres han tenido.
Si los vieran ahora en el trabajo, 
en un mundo para ellas desconocido,
presos en un ciclo siempre inacabado
de experiencias tan distintas de las suyas,
¿qué mirada tendrían en sus ojos?
Si estuvieran allí mientras ustedes escriben
vuestro articulito, conformistas y barrocos,
o lo entregan a redactores vendidos
a cualquier compromiso, 

¿entenderían quiénes son ustedes?
Madres viles, que llevan en sus rostros el temor
antiguo, ese que, como una enfermedad,
deforma los rasgos en una blancura
que los esfuma en niebla, los aleja del corazón,
los encierra en el viejo rechazo moral.
Madres viles, pobrecitas, preocupadas
de que sus hijos conozcan la vileza
para pedir un empleo, para ser prácticos,
para no ofender almas privilegiadas,
para defenderse de cualquier piedad.

Madres serviles, acostumbradas desde hace siglos
a agachar sin amor la cabeza,
a transmitir a su feto
el antiguo y vergonzoso secreto
de conformarse con las sobras de la fiesta.

Madres feroces, que les dijeron:
¡Sobrevivan! ¡Piensen en ustedes!
¡No sientan jamás piedad o respeto
por nadie, guarden en el pecho
vuestra integridad de buitres!
¡Ahí tienen, viles, mediocres, siervas,
feroces, a vuestras pobres madres!
Que no tienen vergüenza de saberlos
-en vuestro odio- incluso altivos, 
aun cuando esto no sea sino un valle de lágrimas.
Así es cómo les pertenece este mundo:
hermanados en las pasiones opuestas,
o las patrias enemigas, por el profundo rechazo

a ser distintos, a responder
del dolor salvaje de ser hombres.





Ballata delle madri, fragmentos, incluido en Poesia in forma di rosa (1961-1964) - carezco de los datos de mi edición, mi ejemplar descansa con mi padre.
Traducción: Mariel Manrique. 





sábado, 26 de febrero de 2011

"El discurso del rey": La guerra privada contra la letra p





POR MARIEL MANRIQUE 


Los ejércitos que Jorge VI debió enfrentar afilaban las armas en el fondo de su garganta. La Segunda Guerra Mundial deparó a esa garganta el golpe más temible de su vida: la invención de la radio y la incorporación a la función básica del rey (ser visto) la de ser oído. Papá dijo: "Antes bastaba con mantenerse erguido en el caballo y que no se arrugara el informe. Ahora hay que comunicarse y penetrar en los hogares de los súbditos". 

Jorge VI jamás quiso ser rey. Sabía que un rey carecía de poder político; que un rey era la nada misma. Su esposa Isabel rechazó dos veces su propuesta de matrimonio atribulada por las obligaciones del asfixiante corsé monárquico y aceptó, finalmente, convencida de que a alguien que tartamudeaba tan bellamente lo dejarían en paz y estaría a salvo. A salvo de la maquinaria inflexible y oprimente del protocolo, gracias al escudo infamante de la tartamudez. El segundo escudo se esfumó rápidamente: David, el hermanito mayor y primero en la línea de sucesión al trono, abdicó por amor a Wallis Simpson, esa extranjera misteriosa y plebeya doblemente divorciada, de la que nunca se supo a ciencia cierta qué escondía entre las piernas. 

Jorge VI tuvo, entonces, que salir a hablar. Salir a hablar es el Vía Crucis del tartamudo y de eso habla, paradójicamente, El discurso del rey (Tom Hooper, 2010), la historia de un hombre torturado por las palabras y forzado a utilizarlas dadas las condiciones de su época. Jorge VI hubiera podido huir; hubiera podido confesar que no estaba preparado; hubiera podido abdicar como David, no por amor a una mujer sino por estado de guerra permanente con el lenguaje. En esta línea, Edipo hubiera podido no enamorarse de Yocasta y, ya enamorado, decidir que era demasiado purgar su culpa, enloquecido, arrancándose los ojos. Pero la realidad no es lo que podría haber sido, sino lo que fue. 


El ensayista Christopher Hitchens puede considerar el film una profanación histórica y enfurecer porque es inverosímil que el gabinete británico ignorara el veneno que incubaba Alemania. Pero su flecha se clava muy lejos del blanco. En una escena clave de la película, las hijitas del futuro Jorge VI preguntan a papá qué está diciendo ese hombre espástico y enardecido que muestra la televisión. Es Adolf Hitler, vivado por las masas. El futuro Jorge VI responde: "No tengo idea. Pero debe estar diciéndolo muy bien". 

La lucha no es aquí entre estados, sino entre un hombre y su aparato fónico. El hombre bien podría ser un cocinero de la corte pero el drama del tartamudo se agiganta en público, con la cantidad de orejas dispuestas a escucharlo y burlarse de que algo tan, tan fácil, le resulte imposible, al extremo de distorsionarle la cara agotada por la tensión muscular. Cuanto mayor sea el auditorio, mayor será el calvario. Cuanto mayor sea la obligación de dirigirse a ese auditorio, mayor será el terror a enfrentarlo. 


Harta de ineficaces métodos mecánicos, Isabel llega al consultorio del "terapeuta del habla" Lionel Logue, un ignoto australiano hijo de un cervecero. Al futuro Jorge VI le han metido tantas piedras en la boca, reales y simbólicas, que necesita escupirlas. La pared descascarada de la sala de terapia de Logue es el tapiz abstracto y lúdico, tan distinto a las paredes rígidas y duras de Buckingham, frente al que dos pares desatarán amorosamente la lengua de Bertie (porque ése, y no otro, es el auténtico Jorge VI, bautizado con tantos nombres - Alberto Federico Arturo Jorge de Windsor - que corre el riesgo de no tener ninguno). 

Tomemos la letra "p": la "p" es una altísima montaña. Una pared. Puedo esforzarme en decir "people" pero me costará menos hacerlo si digo "our people", "the people" o "are you people of this country ready?". Me costará menos si integro la palabra "people" a una partitura, balanceándome y utilizando el cuerpo entero como un instrumento. Si la grito, si me enfurezco en su nombre y si la domestico con música de fondo, al punto de olvidarme de que estoy pronunciándola y disciplinándola, en consecuencia, sin notarlo. 


Esa es la sensibilidad-Logue, que despojará a Jorge VI de todos sus atributos monárquicos para rebautizarlo Bertie y acompañarlo en su odisea contra el pánico como un hombre común acompaña a otro. Sí, el film parece teatro filmado: ¿pero no son eso, acaso, los rituales de la corte y las inmemoriales costumbres de un rol destinado a autómatas? Sólo hacia el final la película comenzará a abrirse y respirar, como los pulmones de Bertie. 

Porque Bertie no será rey cuando así se lo declare en la Abadía de Westminster, calzándole una corona después de haber pronunciado cuatro frases de ocasión, sino cuando finalmente anuncie a los británicos, en su primer discurso radial, que han entrado en guerra. Sólo entonces caminará sin andadores ni bastón y por decisión propia,  los pasillos y corredores palaciegos serán suyos y convocará el primer plano frontal del film sin sentir que se lo ha robado. Porque le habrá perdido el miedo a la "p", entre otras fantasmales consonantes.


Así como se apropió de Westminster para desacralizarla, sentándose en el trono donde se apoyaran "cientos de culos reales", Logue acondicionará el espacio de ese primer discurso, convirtiéndolo en un refugio tibio donde los ojos de un hombre se sostienen en los ojos de otro: Bertie no caerá de la sogas del alfabeto porque Logue estará ahí, frente a frente, para sostenerlo, como un director de orquesta (sin títulos ni credenciales) guía y sostiene a un primer violín. Todo el pueblo británico se reducirá a la cara de Logue; todos los oídos británicos serán los suyos y todo el reino será finalmente Logue, un hombre que consigue, como un mago, extraer el diamante del habla de las gargantas obturadas de los niños.  

El discurso del rey podría haber sido El discurso del conductor de trenes. Pero no lo es. Que el tartamudo no sea un conductor de trenes sino un futuro rey no humaniza a la monarquía, sino que potencia al límite el desafío de la "aparición en público" que es para un tartamudo la máxima condena. 

Porque no se trata, en definitiva, de un film sobre la monarquía y sus protagonistas de manual. Lionel Logue tiene la misma estatura jerárquica que Bertie y es el cómplice sin el que, raramente, los condenados consiguen escapar de sus agujeros negros. 




    


"El origen": Formas alternativas de pasar el tiempo




POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


Desconectar este video-juego con pretensiones filosóficas deluxe, varias sub-películas de acción sobrantes y la planitud exasperante de una promoción de delivery pasada debajo de la puerta. Ver Solaris, de Andrei Tarkovski. Leer Las Ruinas Circulares, de Jorge Luis Borges. A veces el pasado fue mejor.





miércoles, 23 de febrero de 2011

"El cisne negro": Carita de laca, tutú de vidrio




POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


Cuando nos nombran El lago de los cisnes, preparamos las escopetas; no para apuntar contra los cisnes, frágiles criaturas de otro reino, sino contra la noción (más cristalizada que el lago) de que el ballet clásico ruso empieza y termina allí. Sergei Diaghilev, mientras experimenta con los vanguardistas de principio de siglo temerarias coreografías para Les ballets ruses, nos alcanza los cartuchos. 

Imaginamos a la burguesía acomodada de San Petersburgo asistiendo más emplumada que los cisnes al Teatro Mariinsky, el 15 de enero de 1885, para deleitarse con el combate acuático entre el bien y el mal escrito por Tchaikovski y coreografiado por Petipa y reafirmarse en sus valores de pureza al final de la función. Nos cargamos al hombro las escopetas y afinamos el punto de mira. 

Ay, Odette. Ay, Odile.

Ay, Odette, tan exquisita, etérea, dulce y bienintencionada, libre de taras y miserias, limpia desde la punta de tu prístina zapatilla de plata hasta las llanuras serenas de tu espíritu. Odette, aséptico y esterilizado jabón en polvo, sábana blanca sin himen desgarrado, heladera portátil plena de lácteos anfitriones de Lactobacillus casei. Ay, Odile, tan temeraria y rebelde, descarriada, hija de tus sentidos y pulsiones, excrecencia indeseable del mundo. 


Ya bastante cargaban, una y otra, con un blanco más blanco que la luna y un negro más negro que la noche para que viniera Darren Aronosfsky a desplazar esta plumífera lógica binaria al S. XXI e inoculársela con una jeringa de plástico XL a la torturada prima donna Nina Sayers (The Black Swan, Darren Aronofsky, 2010). 

A aquella Mathilda de 12 años, cuando rogaba a León (un impávido Jean Reno con pantalones demasiado cortos, devenido arsenal ambulante) que le diera cobijo desgranando, desde el otro lado de la mirilla y con su flequillito entrañable, su irresistible y obstinado "Pleaaaaase, pleaaaaase" (El perfecto asesino, Luc Besson, 1994), le hubiéramos abierto la puerta, como hizo Leon, sin dudar, para prepararle el café con leche y adoptarla sin averiguaciones previas.  

A esta perpetuamente atormentada Nina Sayers, que declara 28 años pero ejercita un coeficiente de alumna de preescolar, pediremos por todos los santos, si sobrevive a su afán enfermizo de perfección, que la echen del edificio en la próxima reunión de consorcio, con todos sus bártulos que pesan como losas, madre incluida. Las dos son Natalie Portman, es decir, una muñeca. La diferencia es que la primera actuaba al natural, sin maquillaje ni corsé, con una cinta al cuello que simulaba ser una correa pero era en verdad bisutería infantil; la segunda es un maniquí de lujo, prisionera de una correa metálica que la oprime de la cabeza a los pies.


Ay, diabólica mamá de Nina, que quiere ser simultáneamente Odette y Odile, pero Odile no le sale. La sempiterna y abnegada madre que declara ante la posteridad su amputación profesional en aras de la crianza de su hija, condenada a transformarse en la estrella que mamá no fue y a recibir puntual y cruelmente indexada la factura de la renuncia materna. Ay, mamita querida, que deliberadamente sopló el hongo contaminante de la atmósfera Barbie sobre la existencia de su pequeña Nina, rodeada de cajitas musicales, muñecos de peluche y cisnes en el baño, adiestrada como un chihuahua. A esta madre-vampiro ya la vimos. Fue, en plan neorrealista, Anna Magnani en Bellissima (Bellissima, Luchino Visconti, 1951) y, en plan patatús terminal, la desatada dueña de una santería doméstica capitaneada por Piper Laurie en Carrie (Carrie, Brian de Palma, 1976). Ahora es Barbara Hershey, en plan bótox. 

A Nina-Odette mamá la patrulla (es un MOM gigantesco que monopoliza y desborda la pantalla de su telefóno móvil), la desviste, la revisa y le corta las uñas para que no se autoflagele rasguñándose en sueños. La alimenta sanamente con una dieta forzada para monstruos, que incluye una torta que bien podría ganar el próximo Campeonato Internacional de Kitsch, con mazapan de colores pastel, predominio del rosa pro-arcada y bailarina plástica en la cúspide.  


"MOM, Odile no me sale". "Bueno, nena, hacé fuerza que ya te va a salir" (consideremos que Nina pasa horas en el baño). "Es que no me sale". ¿Y qué esperábamos?. Por suerte tenemos a papá Aronofsky que, con guardapolvo y puntero en mano, nos explicará con lujo de detalles y sin riesgo de filtraciones el atascamiento-Odile, en un film tan previsible en su contenido como plano en su forma, de qualité paquidérmica y monolítica.

Nina, una reprimida consumada que se cuelga una bufanda de plumas (blancas) hasta para subirse al metro, pide a gritos que alguien le sacuda la Odile. Ahí está levantando la mano para candidatearse el eterno morbosito de Vincent Cassel, su coreógrafo, una especie de Balanchine dictatorial y un touch lascivo, que Nina ha elevado a la categoría de Dios Padre. Cuando se trata de levantar la temperatura ambiente, Cassel no falla. Lástima que, por indicación de Aronofsky, aquí lo vemos narrando la  historia de El Lago de los Cisnes, como si no la conociéramos o no fuésemos capaces de construirla a lo largo del film, y luego predicando, en versión Alessandra Rampolla, las virtudes de la masturbación femenina como camino a la liberación y el predominio de la seducción sobre el control y la técnica, en un alarde de modernidad y misoginia que espanta. A Cassel le faltan, simplemente, el taparrabos y el garrote.  


Nina, como fiel acólita, lo obedece al toque, en sentido literal. Pero hete aquí que cuando intenta liberarse en su cama-Disneyland, se le aparece MOM al costado y, cuando reitera el intento en la bañera, irrumpe alucinatoriamente, en un despliegue notable de surrealismo posmoderno, su alter-ago salvaje: la Nina-Odile, a la que seguramente la Nina-Odette gritaría "Mala, mala, mala eres", si no se quedara muda de miedo. Un detalle: ignoramos si papá Aronofsky se inspiró en la experta puchereadora de conejos Alex Forrester (Atracción Fatal, Adrian Lyne, 1987) pero nadie como Glenn Close para hacerse la muertita bajo el agua. 



   
Toda la historia del arte es una historia de influencias conscientes e inconscientes. El problema de El Cisne Negro no es sólo que se deja influir impunemente para hacer de esas influencias un pastiche que vira a involuntaria boutade, sino que impunemente pretende influirnos hasta ahogarnos, construyendo un espacio grandilocuente, pretencioso y claustrofóbico, pulido obsesivamente en nombre de un esteticismo vacuo, donde no puede colarse ningún signo de interrogación.  

En El Cisne Negro, el significante equivale continuamente al significado y fueron abolidas todas las capas de sentido. No hay nada más allá de lo que se ve y lo único que puede verse es lo que se muestra, un encefalograma plano (pese a la esquizofrenia de la protagonista) donde se ha encastrado cada pieza hasta crear el puzzle-Aronofksy, para arrebatarnos el nuestro con celo fascista. Hay fascismo en El Cisne Negro, ya despegada de la ilustración de manual de la estricta disciplina del ballet clásico rumbo a la ilustración ídem de una frigidez no de carácter genital, sino humana, patente en el rechazo a la ambigüedad y el terror a la diferencia. Fascismo en el patético y retrógrado grand finale, con su culto a la muerte vía la inmolación sofisticada y heroica de la protagonista. 

Puesto a jugar al doble, Aronofsky decide (cumpliendo a rajatabla con la ley del mínimo esfuerzo) que Nina-Odile sea la propia Nina, con el pelo suelto y vestida de negro, luego de hastiarnos con planos de su nuca con pelo recogido y halo de plumas de plata, y uso y abuso de espejos. 



Luego, Odile encarna en Lily, una bailarina más parecida a una stripper que a una étoile, con labios de churrasco y un tatuaje de alas negras en su torneada espalda, recién llegada de la sunny California (oh, sí, la tierra de la libertad y el derrape al pasto). No contento con persistir en la obviedad, papá Aronofsky le añade un conservadurismo de mediopelo digno de la pluma de MOM: el mal (o sea, Lily-Odile) es sinónimo de sexo casual, lesbianismo, tragos y música electrónica, un combo que Nina-Odette lleva años esperando experimentar antes de estallar como una piñata vacía y MOM no está dispuesta a permitir hasta que Nina-Odette haga lo que ella no hizo: treparse a un escenario para que le gente llore de emoción. 



Ya en la noche "salvaje" en la que Nina se suelta el pelo y se "deja llevar" (tal es el mandato del predicador-coreógrafo), Nina-Odette monta guardia en los alrededores, vestidita de cisne como un espectro de opereta. Cabe añadir que Cassel no sólo oficia de Alessandra Rampolla sino de maestro Osho, mirando fijo a Nina para espetarle revelaciones tales como "lo que único que se interpone en tu camino eres tú misma". Ya encargamos a la imprenta tarjetas con la frase, para repartir.  

Los planos oníricos en los que la doble "degenerada" acecha y Odile empieza a asomar en Nina serían para reír, sino fueran para llorar. Ángulos quebrados, lentes deformantes y transformaciones dérmicas que evocan inverosímilmente a Jeff Goldblum mutando a mosca (La mosca, David Cronenberg, 1986) reclaman no sólo un buen pañuelo, para sorberse los mocos ante tanto cristal Swaroski malgastado, sino una caja de Dramamine, para soportar los travellings continuos que papá Aronofsky se obstina en asestarnos. Será porque le contaron que en el ballet clásico las bailarinas giran, los bailarines giran, todos, todos giramos sin parar, como la tierra alrededor del sol. Haciendo mohínes bobalicones o con el rictus tenso como una viga de acero, además. 


El paradigma de la metamorfosis es la première de Nina (que finalmente llegó, no sabemos bien a dónde, pero llegó), en la que a una incipiente aparición de mínimas plumas negras en su cuerpo le suceden un par de brazos emplumados color azabache. Ya no sabemos si estamos en el teatro o en el Circo Sarrasani. Pero MOM delira de alegría. Todo, gracias a la buena de Lily, que prodigó a Nina-Odette-me-está-por-salir-Odile no una tortita de mazapan sino un suculento cunnilingus


Suculento e imperdonable. Un auténtico pecado capital que Nina-Odette, que en realidad es Ministra de Buenas Costumbres y Jefa de Policía de Degeneradas, no podrá permitir. El autocastigo, antes que el placer; el suicidio, que cuidadosamente planificó MOM (aun sin saberlo, aun creyendo que planificaba todo lo contrario), antes que los sutiles y variados goces de la existencia. 

Si a papá Aronofsky le gusta rodar películas donde su concepto de "arte elevado" equivale a sufrimiento con cara de "cómo duele", o sea, ese sufrimiento "que da intenso", allá él. Pero que las proyecte en su casa. Van Gogh resplandecía junto a sus girasoles, aunque terminaran costándole la cordura (allí está Sed de Vivir -con su emblemático título original Lust for Life, Vincent Minelli, 1956, como evidencia en contrario, entre tantas otras). 

Le pediríamos también que nos explique para qué convocó a Winona Ryder, a la que sólo muestra como una versión darkie de Gloria Desmond en Sunset Boulevard (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950), experta en automutilación (práctica subrayada como corresponde por nuestro coreógrafo, ahora en su rol de psicoanalista amateur) y víctima del robo de su "equipo de identidad" por la pesada de Nina, que cree que el carisma se transmite por ósmosis. 


No importa: a Winona le perdonamos todo, porque nos dio a  Kim Boggs (El joven manos de tijera, Tim Burton, 1990), a Mina Harker (Bram's Stoker Dracula, Francis Ford Coppola, 1992), a May Welland (La edad de la inocencia, Martin Scorsese, 1993) y a Jo March (Mujercitas, Gillian Armstrong, 1994); nos dio el rimmel corrido que luce en este esperpento donde todos portan máscaras; y, lo confesamos, el testimonio reiterado de su temeridad para lanzarse a afanar en las grandes tiendas norteamericanas, con un modus operandi mucho más entretenido que el de la plúmbea Nina Sayers, descartamos. Avisaremos a todas las tiendas de marras que Winona tiene crédito.

Antes de morir (de pleuresía, no de psicosis de alta competencia ni compenetración histérica con el personaje), Anna Pavlova pidió que le pusieran su vestido de Odette e irse escuchando el último compás de una pieza de ballet que había amado y a la que el público se había acercado de la mano de Anna Pavlova, sin que Anna Pavlova se abalanzara sobre ellos. 


Ya teníamos ese gesto. Ya teníamos un par de infatigables zapatillas rojas y la risa de Moira Shearer (Las Zapatillas Rojas, Michael Powell-Emeric Pressburger, 1948). No necesitábamos este híbrido pseudo-wagneriano que pretende abarcarlo todo sin rozar, siquiera, la sombra del aleteo de las aves.  











lunes, 21 de febrero de 2011

"Winter's Bone": Busca en el río las manos de tu padre






POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


El reverso del sueño americano es la cara de Tony Montana hundiéndose en un sudario de cocaína mientras le desangran la casa (Scarface, Brian de Palma, 1983) y, sólo diez años después, los colegiales homicidas con fondo musical de Para Elisa que disparan a ciegas con armas recibidas por correo, dejando atrás un tendal de cadáveres inocentes  (Elephant, Gus Van Sant, 2003). 

Ese reverso se ve porque literalmente hace ruido, se difunde en los medios de comunicación, queda registrado en los archivos de las hemerotecas y escandaliza a las buenas conciencias que ajustan sus despertadores para no llegar tarde a sus empleos y ajustan su vida a sus empleos para no llegar tarde a la posición que el "cursus honorum" del sueño americano ha prometido.

Cuando Andy Warhol serializó en diversas gamas de colores la fotografía de una misma silla eléctrica publicada en los diarios, anunció que el pop-art no era sólo una instalación de globos plateados y escandalosos eventos en The Factory, como fugas de la cotidianeidad alienante impuesta por las cajas de jabón en polvo Brillo, las botellas de Coca-Cola y las latas de sopa Campbell, sino también un dispositivo de shock que revelaba la brutalidad primaria de los mecanismos punitivos de un orden social partido al medio, que recluta a la mayoría de su clientela presidiaria entre inmigrantes, negros y pobres. Warhol mostró esa brutalidad, la intervino pictóricamente y la puso en escena.


La "América profunda" es, por definición, la que no se ve. Lo profundo es lo que está abajo y fluye como una corriente subterránea, lejos (no sólo en tiempo y espacio, sino también en hábitos sociales) de las grandes ciudades e ignorado por la lente de la cámara. Que Debra Granik haya desplazado la suya para filmar Winter's Bone hacia los paisajes desolados próximos a las montañas de Ozark, en la topografía áspera de Missouri, implica una intención de mostrar ese "otro" país exiliado, ese "hueso" árido e invernal donde el sol asoma sólo para mostrar escombros y estrategias de supervivencia. 


El mundo de Winter's Bone está más cerca de un mundo "pre-capitalista" que de los fulgores de la posmodernidad. Expulsados del mercado, sus personajes viven de lo que producen y, cuando no pueden producir por que no tienen con qué, de la caridad humillante de sus vecinos. Esa caridad, habitualmente predicada como una virtud cristiana superior, es en el film una caridad no sólo humillante sino interesada, que espera recibir a un niño pobre pero hábil (como mano de obra familiar) a cambio de analgésicos y trozos de carne. Estamos en un mundo sin instituciones visibles: no hay maestros, empleados bancarios ni párrocos a la vista.

Tampoco hay, casi, lenguaje. Porque en Winter's Bone el sufrimiento está marcado en el rostro y las palabras serían subrayados inútiles. Winter's Bone es un film físico, en el que el costo de la experiencia vital es tan alto que las palabras sobran.

Ree Dolly no llora ni siquiera cuando le parten la cara a golpes. Es la adolescente supuestamente vencedora frente a la adversidad, que tanto gusta a Hollywood, elegida para el reparto de premios porque representa la noción, clave para la pastoral americana, del esfuerzo personal frente al obstáculo. Ree Dolly podría ser hemana de Jake LaMotta (Toro Salvaje, Martin Scorsese, 1980) o Maggie Fitzgerald (Million Dollar Baby, Clint Eastwood, 2004). La diferencia es que jamás saldrá del anonimato y eso, a Hollywood, también le encanta. 

No sólo es una boxeadora, sino una suerte de soldado en jefe dispuesta a poner el cuerpo por su pequeña tropa de dos hermanitos y una madre loca. Ree Dolly podría morir cubierta por la bandera norteamericana, la misma que flamea deshilachada y raída en la entrada de su casa de madera con cartel simbólico de remate, junto a los trapos recién lavados que cuelgan de una cuerda. En el universo-Hollywood, ambas telas son inescindibles e intercambiables. 


En el universo de Winter's Bone, todos, no sólo los trapos, hacen equilibrio. La perseverante fortaleza de Ree Dolly es tan admirable como triste. Su mirada de niña severa destila, como la música compuesta por Dickon Hinchliffe (fundador de los desesperanzados Tindersticks), una melancolía imperdonable. Porque la injusticia visceral de la parcela del mundo que le ha tocado en suerte, esa silla eléctrica en módicas y fatales cuotas, seguirá existiendo, multiplicada en Ree Dollys invisibles, aunque nuestra Ree Dolly "triunfe" a los ojos de la Academia.

Sitiada por la necesidad de actos de caridad que alivian mientras ultrajan, Ree lleva las riendas de su reino hecho trizas sin que se le mueva un músculo. Como las monarcas labradas a cincel y también jaqueadas por sus estandartes (especialmente, esa Elizabeth I de Inglaterra rescatada en Elizabeth, Shekhar Kapur, 1998, y Elizabeth: La edad de oro, Shekhar Kapur, 2007), Ree contiene su dolor para no caer o ser despedazada. 

Bajo una máxima economía de recursos gestuales, una tormenta agita su interior. Su cerco no son las conspiraciones de la corte, sino la cofradía mafiosa dedicada a la fabricación doméstica de crack en Missouri, que integró su padre desaparecido y mantiene como integrante y rehén a su tío, bajo amenaza de muerte.  

  

Ree deberá internarse en el bosque, la sede por definición del peligro y la trampa, para saber qué ha sucedido con su padre, quien ofreció su casa y sus hectáreas de tierra como fianza ante la justicia. Sabemos que, en cuanto una mujer pisa la espesura del bosque, se han activado los resortes del cuento de hadas. En el bosque, además del riesgo, vive la verdad, o al menos esa sombra fragmentaria de la verdad que nos ha sido concedida. El bosque no la espera en este caso, como a la Bella Durmiente, para conducirla al alivio del sueño; es un bosque gélido, sucio y gris (precisamente fotografiado por Michael McDonough), listo para desafiar entre lápidas sus terrores y atravesarle, como un haz de luz negra, las pupilas. 

Edward Burne Jones, La Bella Durmiente, 1870

Ree tiene un ángel guardián que es, en verdad, un ángel caído. Es su tío Teardrop, un formidable y esporádico John Hawkes puesto en la piel de un perdedor absoluto, despojado de la habitual pátina glamorosa e irresistible de los perdedores: Teardrop es un perfecto nadie, que sólo tiene su vida para poner en juego y la pone, para que de una vez por todas la cofradía hable y confiese el paradero de su hermano. 

Como en cualquier bosque que se precie, las hebras del bosque las tejen las brujas. Será el brazo-guardián, femenino, de la cofradía el que niegue la información a golpes y, finalmente, la entregue (invirtiendo la mecánica habitual del cuento de hadas). No serán hilanderas de rueca y huso sino custodias armadas de una motosierra las que guiarán a Ree (encapuchada) en un  viaje espectral  hasta el río helado donde la mafia rural hundió el cuerpo de su padre. Un muerto marginal sin monedas en los párpados ni laguna Estigia que cruzar hacia la orilla del descanso eterno, con una esposa viva anclada en el pasado de un álbum familiar de idilio. "Búscale las manos", ordenan a Ree en un susurro, "las manos". 


En las manos están las huellas dactilares, el signo evidente de la identidad. Si Ree pone sobre la mesa de la policía las manos de su padre, la policía no exigirá más que ese signo para darlo por muerto y Ree conservará su casa. Para Ree, ese padre muerto no puede sino ser una amputación y un enigma. El muerto se lleva algo que nos pertenece y nos asedia con sus habitaciones a oscuras, en las que jamás lograremos penetrar. El muerto está, permanentemente, en el fuera de campo del secreto, cuyas llaves de acceso se ha llevado consigo.

Es en ese sentido que Winter's Bone dice mucho más de lo que dice y calla lo que, por definición, no puede nombrarse. La herida de la pérdida sólo puede restañarse lentamente y sin garantías. Los padres  no sólo hipotecan casas, sino vidas enteras. Lentamente, Ree lava y cuelga la ropa, tala madera, remienda el vestido de la muñeca de su hermana, cocina las sobras y ayuda a sus hermanos en las tareas escolares. Nadie puede asegurar que esos hermanos, que empuñan un banjo salvado de la catástrofe, no acaben fabricando crack algún día, aunque Ree les haya preservado el techo. Por eso Winter's Bone es lacónica y pausada y su final, abierto.


                                      
La cura, si es que la cura es posible, sólo puede ser táctil, como las huellas persistentes de una mano amputada. El único consuelo que entibia la meteorología impiadosa del film son las escenas donde los cuerpos infantiles se ovillan y entrelazan o se entregan a la temperatura balsámica e incondicional de los animales y la felicidad provisoria y en colores de los juguetes gastados.

En esa sociedad aún basada en el trueque, Ree entrega a un policía una bolsa de plástico, con las manos amputadas de su padre. Y el tío Teardrop regala a los niños a la deriva una pequeña bolsa de arpillera, dentro de la que laten dos pollitos tibios. 

Busca en el río las manos de tu padre y, en la tierra, deja a tus manos recorrer el lomo de lo vivo.



      


martes, 15 de febrero de 2011

Pier Paolo Pasolini: Teoría de los dos paraísos





El primer paraíso era el del padre.
Había una alianza de los sentidos,
debida a la adoración única de algo erecto,
en aquel mundo
que tenía un solo rasgo, como el desierto
de un color leonino, caliente de sexo extraño,
como una estrella de la que ha quedado sólo la luz
- era la estación del sol.
En aquella luz anaranjada y sin fin,
en el cerco del desierto como regazo poderoso,
en la ignorancia de las erecciones paternas pero en su calor
(casi de toro ingenuo, de hombre esquilado como los jóvenes)
el niño disfrutaba el paraíso: la protección
tenía una sonrisa de recluta, la paciencia de un rey,
y Él estaba lejos, o llegaba quizá con una cara
levemente irónica, como es siempre la de quien protege
al débil, al tiernito - que es casi una mujer.
El odio surgió de improviso y sin razón.
Quizás el niño odió a aquel hombre
por su excesiva inocencia.
El regazo que era como un sol cubierto de nubes,
dulces y potentes, el regazo de aquel hombre lejano,
devino un fondo oscuro de calzones,
tal vez se empobreció, perdió la inocencia equina,
no fue más que humano. Y el niño obedeció.
Llegó el día que cae fuera de las lejanías
anaranjadas del desierto,
se ven las primeras palmeras,
la primera pista que se pierde cambia tras las dunas.
Y el niño perdió el paraíso.
Y el padre lo expulsó, castigándolo,
por su deseo de ser castigado:
él también obedeció a la obediencia del hijo
(¿también él tenía un padre?)
Aquel primer paraíso quedó así en el desierto
de una verde región,
o de una pequeña ciudad de provincias
- en las casas con cortinas blancas de una abuela paterna,
y alturas imposibles, donde se perdió para siempre
el calor de la fecundidad del padre muchacho.
El niño cayó de cabeza sobre la tierra,
perdió el nombre de Lucifer y tomó, en su lugar,
aquél de Caín y aquél de Abel (así fue, al menos,
en las tierras
entre la última blancura del mar
y el primer rosa del desierto africano).
Era el paraíso nuevo y en el medio,
entre prímulas y violetas,
estaba la madre con su pobre abrigo de piel
con olor a primavera precoz.
Como era terrestre, dulcemente terrestre,
su dulzura de niña que no tiene
un horizonte diverso de aquél
que le asignan los padres, o los hermanos, o el marido:
y resignada, pero llena de fantasía,
sueña, más allá de aquel horizonte, tierras solo más felices,
y heroicas,
sin osar desearlas para sí,
sino deseándolas para el hijito a su lado,
también él perlado de la frescura de las prímulas.
Corría un río, en aquel paraíso,
y cada uno puede darle el nombre que quiera,
cada uno tiene el suyo, que siempre es el mismo;
porque la casa donde habitan la madre y el nuevo padre
luego del matrimonio
está siempre en los alrededores de un río.
El río puede correr detrás de una campiña potentemente verde
o bien entre las dunas de las orillas del mar:
o puede ser un párvulo
entre rocas esparcidas al azar bajo el sol.
No importa. En torno a ese río profundo y verde,
o parco de agua entre piedras secas,
crecen solos los frutos y tienen nombre de paraíso,
miel, uvas, cerezas. Y las flores, las inútiles flores,
no son menos importantes: y también sus nombres
son maravillosos, prímulas, en efecto, o girasoles,
o las rosas de zarza, con esos pétalos que se deshacen
entre las espinas, o las campanillas invernales, o las flores del tilo ...
También el sol es una criatura amiga,
dulcificada por la indefensa idea que la madre
transmite al pequeño hijo valiente a su lado;
y como nace a la mañana, muere a la noche,
y deja el lugar a esas estrellas que el niño
apenas debe ver y librar a sus silencios.
¡Pero no todas las madres son inocentes!.
Y aún la más inocente de las madres
-y no se sabe cómo puede haberlo hecho-
es atraída por aquello que para el niño
es aterrador escándalo.
Un ruiseñor cantaba desesperado
aun cuando nadie lo escuchaba
en los márgenes del paraíso.
Y el mismo odio sin razón,
nacido por sí mismo, como una fruta o una flor
del paraíso terrenal, renació.
Nuestra vida es un identificarse ciegamente
con aquellos que algo inmensamente nuestro
nos pone al lado.
Fuimos, así, la madre que peca frente al fruto
del llanto sin perdón, el fruto
desconocido para nosotros, aterrados por su misterio
que resucitaba los días del padre
anteriores a los del paraíso terrenal.
Resplandeció de nuevo el sol del desierto
sobre aquella pequeña nuez humana, meta de pobre garganta.
Pero era horrendo
como, en efecto, el sol de otro tiempo,
de otro mundo: el acostumbrado sol de cada día quedaba
a un costado, aislado como un súbito diciembre,
y el otro ardía; canícula y peste;
para crear un profundo silencio
y la madre, que era su niño,
mordió con maternal inocencia y filial malicia
aquel fruto estival.
Repentinamente el nuevo padre - que en comparación con el antiguo
era como este minúsculo sol de invierno en comparación
con el sol que ardía sobre él, en los Primeros Veranos -
siguió su ejemplo, humilde hombre de la tierra,
fácilmente tentado y fácilmente corrompido.
También con él nos habíamos identificado
porque, en cuanto a nosotros mismos, no podíamos existir:
podíamos existir sólo si éramos el padre, la madre.
Pecamos con sus bocas, con sus manos.
Y el Primer Padre nos expulsó.
Perdimos así el segundo paraíso.
¡Dos son entonces los paraísos que hemos perdido!
Tomados de la mano de la madre
emprendimos los caminos del mundo.
Lucifer se separó de Abel
y siguió su destino
acabando en la más profunda oscuridad.
Abel murió
asesinado por sí mismo bajo la forma de Caín.
En definitiva, no quedó sino un hijo,
un hijo solo.
Esto al menos sucedió en las tierras
donde doce mil años atrás tuvo lugar la primera inseminación
y, transcurrido un milenio de este acontecimiento,
se nombró un rey padre de los hombres multiplicados,
entre la última blancura del mar y el primer
rosa del desierto.
¡Cuánta vajilla de colores!
Debimos ganarnos la vida:
esto nos arranca de nosotros mismos y fue y es el primer infierno
- éste, éste que tú visitas y recuerdas.
Pero bajo el infierno hay otro infierno,
como antes del paraíso había otro paraíso.
Y como no puedes tener más que una sombra de memoria
de aquel paraíso, tampoco puedes tener más que una vaga
sospecha de este segundo infierno: que vives
y no sabes, y arrancado a ti mismo, pobre hijo
con una idea falsa de sí,
con un insignificante recuerdo
de padres envejecidos o muertos,
con una vida cotidiana en la que el trabajo
(excepto en aquellos raros casos en los que es un ornamento del sexo)
es una necesidad de la vida que aniquila la vida.








"Appendice a Teorema: Teoria dei due paradisi", publicado en Comma. Prospettive di cultura II, octubre-noviembre, 1966.
Traducción: Mariel Manrique
Imágenes: Saló o los 120 días de Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975.